Queridos hermanos,
agradezco las palabras que me ha dirigido en nombre de todos
el Presidente de la Conferencia Episcopal Española, y que expresan vuestro
firme propósito de servir fielmente al Pueblo de Dios que peregrina en España,
donde arraigó muy pronto la Palabra de Dios, que ha dado frutos de concordia,
cultura y santidad. Lo queréis resaltar de manera particular con la celebración
del ya cercano V Centenario del nacimiento de Santa Teresa de Jesús, primera
doctora de la Iglesia.
Ahora que estáis sufriendo la dura experiencia de la
indiferencia de muchos bautizados y tenéis que hacer frente a una cultura
mundana, que arrincona a Dios en la vida privada y lo excluye del ámbito
público, conviene no olvidar vuestra historia. De ella aprendemos que la gracia
divina nunca se extingue y que el Espíritu Santo continúa obrando en la
realidad actual con generosidad. Fiémonos siempre de Él y de lo mucho que
siembra en los corazones de quienes están encomendados a nuestros cuidados
pastorales (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 68).
A los obispos se les confía la tarea de hacer germinar estas
semillas con el anuncio valiente y veraz del evangelio, de cuidar con esmero su
crecimiento con el ejemplo, la educación y la cercanía, de armonizarlas en el
conjunto de la «viña del Señor», de la que nadie puede quedar excluido. Por
eso, queridos hermanos, no ahorréis esfuerzos para abrir nuevos caminos al
evangelio, que lleguen al corazón de todos, para que descubran lo que ya anida
en su interior: a Cristo como amigo y hermano.
No será difícil encontrar estos caminos si vamos tras las
huellas del Señor, que «no ha venido para que le sirvan, sino para servir» (Mc 10,45);
que supo respetar con humildad los tiempos de Dios y, con paciencia, el proceso
de maduración de cada persona, sin miedo a dar el primer paso para ir a su
encuentro. Él nos enseña a escuchar a todos de corazón a corazón, con ternura y
misericordia, y a buscar lo que verdaderamente une y sirve a la mutua
edificación.
En esta búsqueda, es importante que el obispo no se sienta
solo, ni crea estar solo, que sea consciente de que también la grey que le ha
sido encomendada tiene olfato para las cosas de Dios. Especialmente sus
colaboradores más directos, los sacerdotes, por su estrecho contacto con los
fieles, con sus necesidades y desvelos cotidianos. También las personas
consagradas, por su rica experiencia espiritual y su entrega misionera y
apostólica en numerosos campos. Y los laicos, que desde las más variadas
condiciones de vida y respectivas competencias llevan adelante el testimonio y
la misión de la Iglesia (cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Lumen gentium,
33).
Asimismo, el momento actual, en el que las mediaciones de la
fe son cada vez más escasas y no faltan dificultades para su transmisión, exige
poner a vuestras Iglesias en un verdadero estado de misión permanente, para
llamar a quienes se han alejado y fortalecer la fe, especialmente en los niños.
Para ello no dejéis de prestar una atención particular al proceso de iniciación
a la vida cristiana. La fe no es una mera herencia cultural, sino un regalo, un
don que nace del encuentro personal con Jesús y de la aceptación libre y gozosa
de la nueva vida que nos ofrece. Esto requiere anuncio incesante y animación
constante, para que el creyente sea coherente con la condición de hijo de Dios
que ha recibido en el bautismo.
Despertar y avivar una fe sincera, favorece la preparación
al matrimonio y el acompañamiento de las familias, cuya vocación es ser lugar
nativo de convivencia en el amor, célula originaria de la sociedad, transmisora
de vida e iglesia doméstica donde se fragua y se vive la fe. Una familia
evangelizada es un valioso agente de evangelización, especialmente irradiando
las maravillas que Dios ha obrado en ella. Además, al ser por su naturaleza
ámbito de generosidad, promoverá el nacimiento de vocaciones al seguimiento del
Señor en el sacerdocio o la vida consagrada.
El año pasado publicasteis el documento "Vocaciones
sacerdotales para el siglo XXI", señalando así el interés de vuestras
Iglesias particulares en la pastoral vocacional. Es un aspecto que un obispo
debe poner en su corazón como absolutamente prioritario, llevándolo a la
oración, insistiendo en la selección de los candidatos y preparando equipos de
buenos formadores y profesores competentes.
Finalmente, quisiera subrayar que el amor y el servicio a
los pobres es signo del Reino de Dios que Jesús vino a traer (cf. Exhort.
ap. Evangelii gaudium, 48). Sé bien que, en estos últimos años,
precisamente vuestra Caritas – y también otras obras benéficas de la
Iglesia – han merecido gran reconocimiento, de creyentes y no creyentes. Me
alegra mucho, y pido al Señor que esto sea motivo de acercamiento a la fuente
de la caridad, a Cristo que «pasó haciendo el bien y curando a todos los
oprimidos» (Hch 10,38); y también a su Iglesia, que es madre y nunca puede
olvidar a sus hijos más desfavorecidos. Os invito, pues, a manifestar aprecio y
a mostraros cercanos a cuantos ponen sus talentos y sus manos al servicio del
«programa del Buen Samaritano, el programa de Jesús» (Benedicto XVI, Enc. Deus
caritas est, 31b).
Queridos hermanos, ahora que estáis reunidos en la Visita
ad limina para manifestar los lazos de comunión con el Obispo de Roma (cf.
Conc. Ecum. Vat. II, Const. Lumen gentium, 22), deseo agradeceros de todo
corazón vuestro servicio al santo pueblo fiel de Dios. Seguid adelante con
esperanza. Poneos al frente de la renovación espiritual y misionera de vuestras
Iglesias particulares, como hermanos y pastores de vuestros fieles, y también
de los que no lo son, o lo han olvidado. Para ello, os será de gran ayuda la
colaboración franca y fraterna en el seno de la Conferencia Episcopal, así como
el apoyo recíproco y solícito en la búsqueda de las formas más adecuadas de
actuar.
Os pido, por favor, que llevéis a los queridos hijos de
España un especial saludo del Papa, que los confía a los maternos cuidados de
la Santísima Virgen María, les suplica que recen por él y les imparte su
Bendición.
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