Celebramos hoy la Solemnidad de Todos los
Santos, una fiesta que se celebra en la Iglesia desde el siglo VII, cuando el
Panteón romano se dedicó a la Virgen y a todos los Santos. Con frecuencia
confundimos su significado con la fiesta de los Fieles Difuntos, que
conmemoramos justo un día después. Sin embargo, son celebraciones distintas. El
1 de noviembre volvemos nuestra mirada hacia el cielo, donde habitan los
santos, canonizados o anónimos. El culto a los santos comenzó con el recuerdo
de los mártires y luego la Iglesia veneró a santos obispos, doctores, santas
vírgenes, monjes… La Iglesia ha querido que un día del año lo dediquemos
especialmente a celebrar la gloria de todos los santos, a pedir su ayuda y su intercesión. Éste es su
más alto servicio al plan de Dios: honrar a Dios Padre, el todo Santo. Nosotros
podemos rogarles que intercedan por nosotros y por el mundo entero. Ellos son
nuestros modelos y nuestros intercesores.
Es un día también para
recordar que Dios nos ha llamado a todos a la santidad, por medio del Bautismo:
“sed santos porque yo, el Señor, vuestro Dios soy santo” (Lv19,2). Es frecuente
encontrar quien piensa que la santidad es una meta solo alcanzable por algunos
elegidos, por personas heroicas en el ejercicio de la virtud, entre las cuales
no nos encontramos los cristianos de a pie. Nada más lejos de la realidad.
Santos son todos aquellos que participan del ser de Dios, de la santidad de
Dios. Y eso tiene lugar en la Iglesia
mediante la recepción del Bautismo y de los demás sacramentos. S. Pablo
se dirige con frecuencia a los cristianos de sus comunidades llamándoles
“santos”.
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