Hemos comenzado el nuevo año litúrgico con el tiempo de Adviento,
tiempo de esperanza y alegría que se fundamentan y sostienen en la venida del
Señor. La primera parte del Adviento ponemos nuestra mirada en la parusía, la
última venida de Cristo al final de los tiempos; mientras que en la segunda parte,
más cercana a la Navidad, contemplamos su venida bajo la tierna figura de un
niño.
Cada año el Señor nos concede un tiempo nuevo para que
podamos conocerlo mejor penetrando en su amor y en su plan de salvación; por
eso el año litúrgico es para el cristiano un don de Dios, que se revela en el
misterio de Cristo mediante su Palabra y los sacramentos. Durante el tiempo de
Adviento sentimos que la Iglesia nos toma de la mano y, a imagen de María, nos
ayuda a adentrarnos en la espera gozosa de la llegada del Señor.
Hace poco ha concluido el Jubileo de la misericordia, que
nos ha ayudado a comprender mejor y a empaparnos del amor compasivo y
misericordioso de Dios. Al final, el Papa nos ha regalado una hermosa carta con
la que nos asegura que la puerta de la misericordia de Dios permanece siempre
abierta. «La misericordia suscita alegría porque el corazón se abre a la esperanza
de una vida nueva. En su origen está el amor con el cual Dios viene a nuestro
encuentro, rompiendo el círculo del egoísmo que nos envuelve, para hacernos
también a nosotros instrumentos de misericordia» (Misericordia et misera, 3).
La Palabra de Dios en este tiempo nos invita a estar
preparados ante la venida del Señor, a mantenernos vigilantes en la oración y
en las buenas obras. La esperanza cristiana no es algo estático sino dinámico:
nos impulsa a salir de nosotros mismos, a «romper el círculo del egoísmo» -como
dice el Papa-, nos llama a la conversión, porque el reino de Dios está cerca.
«Que la esperanza os tenga alegres» (Rm 12,12), nos desea
san Pablo. La misericordia y la esperanza suscitan alegría, y una alegría que
nos sostiene y nos pone en camino. «No permitamos que las aflicciones y
preocupaciones nos la quiten -nos dice Francisco-; que permanezca bien
arraigada en nuestro corazón y nos ayude a mirar siempre con serenidad la vida
cotidiana. En una cultura frecuentemente dominada por la técnica, se
multiplican las formas de tristeza y soledad en las que caen las personas,
entre ellas muchos jóvenes. En efecto, el futuro parece estar en manos de la
incertidumbre que impide tener estabilidad. De ahí surgen a menudo sentimientos
de melancolía, tristeza y aburrimiento que lentamente pueden conducir a la
desesperación. Se necesitan testigos de la esperanza y de la verdadera alegría
para deshacer las quimeras que prometen una felicidad fácil con paraísos
artificiales. El vacío profundo de muchos puede ser colmado por la esperanza
que llevamos en el corazón y por la alegría que brota de ella. Hay mucha
necesidad de reconocer la alegría que se revela en el corazón que ha sido
tocado por la misericordia» (ídem.).
Queridos diocesanos, la certeza que mueve el corazón del
cristiano es la cercanía del Señor. Él ha venido hace ya dos mil años en el
humilde hogar de José y María, vendrá al final de los tiempos para juzgarnos en
el amor, y viene cada día en la historia concreta de nuestra vida.
Termino con la oración colecta que abre el Adviento: «Dios
todopoderoso, aviva en tus fieles el deseo de salir al encuentro de Cristo,
acompañados por las buenas obras». Nada mejor os puedo desear para estas
semanas de espera en el nacimiento de Cristo en las que pedimos de todo
corazón: ¡Ven, Señor Jesús!
Con mi bendición y afecto,
+Jesús, Obispo de Ávila
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