Es importante hablar de este santo ya que, justamente en este Año de la Misericordia, se está celebrando el bicentenario de su nacimiento. Nació en el seno de una familia humilde en agosto de 1815, a las afueras de Turín (Italia). Huérfano de padre desde muy pequeño, a los 9 años tuvo un extraño sueño que le impulsó hacia la vocación sacerdotal. Tuvo que trabajar mucho para pagarse su matrícula en el seminario, pero finalmente consiguió ordenarse en 1841.
Su Director Espiritual le da un consejo que será clave para su vida: “Camina y mira a tu alrededor”. De esta manera, Juan contempla la miseria humana, sobrecogiéndole poderosamente: los suburbios del industrial Turín albergaban cientos adolescentes ociosos, que vagabundeaban por las calles, muchos de ellos huérfanos que habían llegado a la ciudad a ganarse la vida. Asimismo, Don Bosco (como se le conoce popularmente) es nombrado capellán de las prisiones, donde contempla una realidad que le impresiona sobremanera. Todo ello le impulsa a tomar una determinación: “como sea, debo hacer lo imposible para evitar que encierren en ellas a chicos tan jóvenes”.
De esta manera nace el Oratorio Salesiano, en el que comienza a acoger a chicos de la calle. Sería el germen de la Congregación Salesiana que, bajo el nombre de Sociedad de San Francisco de Sales, centra sus esfuerzos en la educación. Una educación preventiva que llegaba directamente al corazón de los jóvenes. Esos chicos empiezan a ver en Don Bosco un referente para sus vidas, pues , en su afán por ganarse a los chicos, era capaz de conjugar a la perfección la severidad necesaria para lograr disciplina, con la gentileza de una sonrisa que ablandaba hasta el alma más dura. Y todo desde el convencimiento profundo de su promesa a Dios de trabajar incansablemente por los jóvenes: “por vosotros estudio, por vosotros trabajo, por vosotros estoy incluso dispuesto a dar la vida. Tened la certeza de que cuanto soy, lo soy todo para vosotros”, decía. En estos oratorios, Don Bosco llegó a educar a más de 100.000 chicos.
Asimismo, Don Bosco fue un apóstol de la confesión y leía las conciencias por un don especial que Dios le dio. Él veía las conciencias de sus muchachos sin velo alguno como en un espejo. Estaba tan arraigada en todos la persuasión de que Don Bosco leía en la conciencia, no sólo los pecados externos, sino hasta los pensamientos más recónditos, que la mayor parte de ellos se confesaba más a gusto con él que con los otros sacerdotes. Y siempre, siempre, les dejaba patente que, para él, esperanza, misericordia y confesión eran sinónimos.
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