“Una Iglesia y miles de historias gracias a ti” es el lema
propuesto este año para la celebración del Día de la Iglesia Diocesana. Un lema
que nos remite a dos conceptos fundamentales para entender la Iglesia hoy:
unidad y universalidad. Es cierto que lo que celebramos de manera especial en
este día es la manifestación y concreción en cada Iglesia local de una realidad
mucho más amplia, con unas características y fisonomía propias, pero que, al
mismo tiempo, es la misma Iglesia que existe en su totalidad extendida por todo
el mundo como nuevo pueblo de Dios.
Esta Iglesia particular, doméstica, más familiar si se
quiere, es la que formamos todos y cada uno de nosotros desde nuestras
realidades vitales más concretas; es el resultado de “miles de historias”, la
suma de una infinita cotidianeidad, que queda perfectamente ensamblada por la
presencia de Cristo en medio de ella; una presencia que no es puramente
simbólica, sino de una fuerza y realidad abrumadora, que desborda toda
expectativa humana, ya que por Cristo “[…] del cual todo el cuerpo bien
ajustado y unida a través de todo el complejo de junturas que lo nutren,
actuando a la medida de cada parte, se procura el crecimiento del cuerpo, para
construcción de sí mismo en el amor” (Ef 4, 16)
Por el bautismo nos incorporamos a la Iglesia, se nos invita
a una “nueva vida”. Renacidos como “criatura nueva” (2 Cor 17), el bautismo nos
interpela y da fuerza para ponernos al servicio de los demás, para poder
construir un mundo de verdaderos hermanos. Es San Lucas quien, en los Hechos de
los Apóstoles, nos presenta la imagen de aquellas comunidades primitivas
constituidas en koinonía (comunión, unión fraterna). Esta imagen de Iglesia es
la de una comunidad de creyentes que vive en comunión: “Los que escuchan la
Palabra de Dios y siguen a Jesús, encuentran en la Iglesia un lugar de comunión
en donde poder realizar juntos la experiencia de sentirse salvados”.
Esta misma incorporación de pleno derecho a la Iglesia, a
Cristo, por medio del bautismo, nos abre las puertas a una cantidad
considerable de derechos, pero también de obligaciones. Como creyentes tenemos
derecho a conocer, a participar, a ser activos de la vida y actividad de
nuestra Iglesia; del mismo modo, se nos anima a contribuir de manera generosa y
responsable en el cuidado y sostenimiento de nuestras comunidades. Cada uno
desde su distinta realidad discierne de qué manera puede contribuir a que la
Iglesia lleve a cabo su fin último.
Lo define concretamente San Pablo: “Y Él ha constituido a
unos, apóstoles, a otros, profetas, a otros, evangelistas, a otros, pastores y
doctores, para el perfeccionamiento de los santos, en función de su ministerio,
y para la erradicación del cuerpo de Cristo; hasta que lleguemos todos a la
unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, al Hombre perfecto, a la
medida de Cristo en su plenitud” (Ef 4, 11 – 13) ¿Yo me siento apóstol,
profeta, evangelista, pastor o doctor? Sería este un buen ejercicio de examen
en la jornada de la Iglesia diocesana, para dialogarlo después con mi párroco.
Encomendamos a María, Madre de la Iglesia, toda la vida de
la Iglesia, en este día, especialmente, la de las Iglesias locales. En sus
manos ponemos nuestras actividades y nuestra respuesta generosa al servicio de
los hombres, nuestros hermanos.
+ Jesús, Obispo de Ávila
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