En la bula de convocatoria al Jubileo de la Misericordia, el
papa Francisco nos recuerda que «hay momentos en los que de un modo mucho más
intenso estamos llamados a tener la mirada fija en la misericordia para poder
ser también nosotros mismos signo eficaz del obrar del Padre» (Misericordiae
vultus, 3).
En nuestra época, los flujos migratorios están en continuo
aumento: refugiados y personas que escapan de su patria para buscar una mejor condición
de vida o para huir de la violencia, interpelan nuestra comodidad y trasforman
el horizonte cultural y social. Lo contemplamos a diario en los medios de comunicación. Las
víctimas de la violencia y de la pobreza, abandonando sus tierras de origen,
sufren el ultraje de los traficantes de personas en el viaje hacia un futuro
mejor. Si después sobreviven a los abusos y adversidades, deben hacer cuentas
con realidades donde se anidan sospechas y temores. Además, no es raro que se
encuentren con falta de normas claras que regulen la acogida y prevean su
integración a corto y largo plazo.
Hoy el Evangelio de la misericordia interpela nuestras conciencias,
impide que nos habituemos al sufrimiento del otro e indica caminos de respuesta
que se fundan en las virtudes teologales de la fe, esperanza y caridad, concretándose
en las obras de misericordia, espirituales y corporales.
La Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado de este año
tiene como tema: «Emigrantes y refugiados nos interpelan. La respuesta del
Evangelio de la misericordia». Los flujos migratorios son una realidad
estructural y la primera cuestión que se impone es la superación de la fase de
emergencia para afrontar las causas que los producen y las consecuencias que
generan a las sociedades.
La indiferencia abre el camino a la complicidad cuando vemos
como espectadores a los muertos por violencias y naufragios. Sea de grandes o
pequeñas dimensiones, siempre son tragedias cuando se pierde la vida. Los
emigrantes son hermanos nuestros que buscan una vida mejor, huyendo de la
pobreza, del hambre, de la explotación y de la injusta distribución de los
recursos del planeta.
La presencia de los emigrantes y refugiados interpela
seriamente a la sociedad que los acoge. Por eso es necesario que la integración
sea una experiencia enriquecedora para ambos, que abra caminos a las
comunidades y prevenga el riesgo de la discriminación, del racismo o de la
xenofobia.
Nos estimulan muchas instituciones, asociaciones, organismos
diocesanos que viven el asombro y la alegría del encuentro, del intercambio y
de la solidaridad. Estos han reconocido la voz de Jesucristo: «Mira, que estoy a
la puerta y llamo». La respuesta del Evangelio es siempre la misericordia.
Queridos amigos, la hospitalidad vive del dar y del recibir.
Que nuestros hermanos emigrantes puedan ver en nuestras manos abiertas el
rostro del «Padre misericordioso y Dios de toda consolación». En la raíz del
Evangelio de la misericordia, el encuentro y la acogida del otro se entrecruzan
con el encuentro y la acogida de Dios: acoger al otro es acoger a Dios en
persona.
Con mi bendición y afecto,
+ Jesús, Obispo de Ávila
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