El primer título con el que nos referimos a
Jesús en el Credo es «Señor»: creo en Jesucristo nuestro SEÑOR. No es un simple
tratamiento de cortesía, sino que en cierto modo resume toda la fe de la
Iglesia. Habla de quién es Jesús, de cómo realiza la salvación de la humanidad
y de qué manera abre las puertas del mundo a la esperanza.
Para no incumplir el segundo mandamiento, los judíos no pronuncian nunca
el nombre sagrado de Dios que se revela en Ex 3, 14. Cuando lo encuentran
escrito, ellos no leen «Yahwhé», sino «Señor». Dios es el que rige la historia,
quien tiene en sus manos el destino de todos los pueblos; por eso se reconoce
su señorío universal. Pues bien, al referirnos a Jesús como Señor proclamamos
su condición divina. Esto se pone de manifiesto en la aparición del Resucitado
a Tomás. El apóstol se redime de su incredulidad proclamando: «Señor mío y Dios
mío» (Jn 20, 28). Son dos palabras que ponen el acento sobre aspectos diversos
de la misma realidad. Para un pagano, su dios no controla toda su vida. En
cierto modo, funciona como un recurso mágico al que se acude cuando tenemos
problemas. Para un judío, en cambio, Dios es también su Señor, porque no hay
dimensión de mi persona ni faceta de mi vida que no esté amparada, acompañada, protegida
y juzgada por Él.
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