El drama de la inmigración que estamos viviendo en Europa
merece nuestra atención y nuestra consideración a la luz del evangelio de la
misericordia. El sistema económico, en el que prima el capital sobre las
personas, la injusticia y la corrupción, el drama de la guerra y la violencia
de grupos radicales, son razones que obligan a muchos seres humanos a ponerse
en angustiosa peregrinación, buscando medios de subsistencia y provocando así
un flujo migratorio. La inmigración es siempre una realidad con doble cara. El
inmigrante sale de su casa y de su tierra empujado por diversos motivos y
atraído por la esperanza de mejorar sus condiciones de vida. Sin embargo, se
encuentra pronto con el dolor del desarraigo y con las dificultades para la
integración en la nueva realidad, en la que espera ser acogido.
En estas circunstancias cobra una importancia especial el
reto del Señor: «fui forastero y me acogisteis» (Mt 25, 35). Este desafío
lanzado por Jesús, según refiere el evangelio de Mateo, está dentro de un
elenco de acciones que nacen de unas entrañas misericordiosas. Acciones que
caracterizan a los que obran con un corazón grande y hace realidad «la premura
paterna de Dios que es solícita con todos». Dice Francisco que «el amor de Dios
tiende a alcanzar a todos y a cada uno, transformando a aquellos que acojan el
abrazo del Padre entre otros brazos que se abren y se estrechan para que quien
sea sepa que es amado como hijo y se sienta “en casa” en la única familia
humana» (Mensaje para el Día mundial del emigrante y del refugiado 2016).
Para Dios, todos los seres humanos somos sus hijos y, por
tanto, hermanos. Por eso Jesús, el rey que nos juzgará al final de los tiempos
cuando venga en su gloria (cf. Mt 25, 31), el Hijo de Dios entre los hijos de
Dios, Hermano entre los hermanos, proclama: «En verdad os digo que cada vez que
lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis»
(Mt 15, 40). Estos hermanos “más pequeños”, en la escena del juicio final, son los
hambrientos, los que tienen sed, los forasteros, los que están desnudos, los enfermos,
los encarcelados (cf. Mt 25, 35-36).
En el Angelus del día 6 de septiembre, el Papa nos
sorprendía con una llamada a la acogida: «La Misericordia de Dios se reconoce a
través de nuestras obras… Ante la tragedia de decenas de miles de refugiados
que huyen de la muerte por la guerra y el hambre, y están en camino hacia una
esperanza de vida, el Evangelio nos llama a ser “prójimos” de los más pequeños
y abandonados. A darles una esperanza concreta. No vale decir sólo: “¡Ánimo,
paciencia!..” Por lo tanto, ante la proximidad del Jubileo de la misericordia,
hago un llamamiento a las parroquias, a las comunidades religiosas, a los
monasterios y a los santuarios de toda Europa para que expresen la realidad
concreta del Evangelio y acojan a una familia de refugiados… Recordando que
Misericordia es el segundo nombre del Amor».
Queridos diocesanos, ante la propuesta del Papa, la diócesis
de Ávila quiere mostrar su colaboración para hacer frente a esta catástrofe
contribuyendo a prestar ayuda a los refugiados en la medida de nuestras
posibilidades. Yo lo anunciaba en una nota publicada hace unas semanas. El
Obispado ha encomendado a Cáritas Diocesana la coordinación de todas las
acciones encaminadas a este propósito. También hago un llamamiento a todos los
fieles, familias, instituciones y empresas. Ávila siempre ha dado muestras de
ser una comunidad generosa con el que sufre. Ahora, es tiempo de mostrar de
nuevo nuestra sensibilidad ante el drama de miles de hermanos y orar por ellos,
abriendo nuestro corazón a la acogida.
Con mi bendición y afecto,
+Jesús, Obispo de Ávila
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comenta esta noticia. ¡Gracias!