La indiferencia hacia el prójimo y hacia Dios es una tentación real. Por eso,
necesitamos oír el grito de los profetas que levantan su voz y nos despiertan. Dios no
es indiferente al mundo, sino que lo ama hasta el punto de entregar a su Hijo por la
salvación de cada hombre. En la encarnación, en la vida terrena, en la muerte y
resurrección de Jesucristo, se abre definitivamente la puerta de Dios al hombre, y la
Iglesia es como la mano que mantiene abierta esta puerta mediante la proclamación
de la Palabra, la celebración de los sacramentos y el testimonio de la fe que actúa por
la caridad.
Por tanto, se hace urgente la conversión. Caminemos por tres caminos de renovación:
la Iglesia universal, la comunidad, y la persona creyente.
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