Cuando poco a poco vamos dejando atrás el otoño para
dar paso al invierno, la Iglesia nos invita a celebrar la fiesta de todos los
Santos y traer a la memoria con nuestra oración a los fieles difuntos. En torno
a estos días tradicionalmente visitamos en el cementerio a nuestros seres
queridos que descansan en la paz de Dios.
Pensando en cada uno de vosotros quiero mostraros mi
cercanía con dos palabras: alegría y esperanza.
Verdaderamente esta festividad de todos los Santos,
que la Iglesia celebra desde el siglo VIII, nos invita a la alegría trayendo a
nuestro recuerdo a tantos hombres y mujeres que gozan de la gloria de la
inmortalidad, y desde el Cielo interceden por nosotros ante de Dios. Estos santos
no son solamente aquellos de quienes la Iglesia proclama su santidad, sino
todos aquellos de los que habla el libro del Apocalipsis: una muchedumbre que procede de todos los pueblos y razas del mundo
y que durante su vida terrena vivieron acordes con las Bienaventuranzas, y
ahora conforman la Iglesia del cielo.
Al venerarlos en la fiesta de todos los Santos,
glorificamos a Dios por sus vidas a la vez que lo proclamamos tres veces
“Santo”, como hacemos cada día en la Eucaristía: ¡Santo, Santo, Santo es el
Señor!
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