En el centro del Adviento se nos presenta una
figura refulgente, que se ofrece como luz a nuestra esperanza. Celebramos a
María Inmaculada, elegida por el Padre para ser madre de su Hijo, y por tanto
toda santa, “santa e inmaculada en su presencia, en el amor” (Ef 1,4). Para
nosotros, la Inmaculada es patrona desde 1760. España, Tierra de María, como
recordaba con frecuencia Juan Pablo II, ha profesado durante siglos su amor por
la Inmaculada, devoción plasmada en la pintura, en la literatura, en las
órdenes religiosas, asociaciones civiles, instituciones académicas. Todos han
mostrado su fe por la Madre de Dios, libre de todo mal, modelo de vida y
entrega para los cristianos.
Como Inmaculada, María
se erige en nuestro modelo de vida en la superación del pecado. Desde el
comienzo de la humanidad, mientras el hombre ha estado sometido a la tentación
del pecado, ella aparece como un signo de victoria contra el mal y la muerte.
Liberada de la mancha del pecado original, María se presenta como signo de
esperanza para quienes somos pecadores.
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