¡Feliz Navidad! Con estas dos palabras, queridos diocesanos,
nos saludamos cuando nos cruzamos por la calle, o cuando escribimos un mensaje
de felicitación. Nos saludamos en realidad mandándonos un mensaje de Navidad:
queremos expresar realmente nuestro deseo de que en estos días seamos felices
de un modo especial, distinto al del resto del año. Sabemos que no es fácil, y
especialmente para algunas o muchas personas, pero no queremos dejar de
expresar ese deseo. Decir “Feliz Navidad” no es un saludo convencional, sino un
saludo de esperanza, para no quedarnos en las tinieblas de la soledad, del
pesimismo, de la violencia, del hambre, de las injusticias, de los odios, del
desempleo, de la pobreza económica, intelectual, espiritual, del pecado y,
sobre todo, en la tiniebla del “sin sentido de la vida”.
Entre tantas luces, villancicos, adornos,
cenas y regalos, se puede llegar a perder el sentido de la Navidad. La
publicidad y el consumo desmedido pueden empañar nuestra mirada y cerrar
nuestro corazón a la verdad de este gran acontecimiento que recordamos cada
diciembre: el hecho gozoso de que Dios ha querido hacerse hombre, que quiere
estar con nosotros y permanecer a nuestro lado como guía en el camino de la vida.
Celebrar la Navidad es recordar cómo Dios se adentra en nuestras vidas
como una pequeña luz de amor y de paz, algo que no debemos olvidar nunca y que
hoy parece querer ser oscurecido por el brillo de las luces navideñas, las
compras, los regalos y tantas otras cosas que hacen que el Niño Dios quede
olvidado en un rincón de nuestras vidas, mientras otras cosas ocupan el lugar
que Dios debería ocupar. «La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la
recibió» (Jn 1, 5), nos dicen el evangelio de Juan.
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