lunes, 15 de julio de 2013

El rincón de la santidad (II): Futuros mártires abulenses beatos

Damián Gómez Jiménez nació en Solana de Rioalmar el 12 de febrero de 1871. Sus padres, Nicolás y Josefa, formaban un hogar profundamente cristiano, extendido a la vida de su parroquia y a la escuela de su pueblo, donde germinó generosamente su vocación sacerdotal. Fue ordenado el 8 de junio de 1895 y ejerció su ministerio en Olmedo, Papatrigo y Arévalo. El 24 de mayo de 1911, don Damián fue trasladado a Mombeltrán, donde le precedió una fama de extraordinarias cualidades humanas y sacerdotales, que pronto se harían notar entre los feligreses de la Villa. En 1936, tuvo ocasión de entregar su vida con mayor radicalidad por aquella comarca bendecida por Dios que en su día le había calificado como “El Cura del Valle.” “Conmigo no se meterán. Les he favorecido mucho a todos. Además ya soy viejo y estoy enfermo”, decía a los que intentaban persuadirle para huir. Pero el corazón humano se puede volver ingrato demasiado pronto. En medio del calor de aquel 19 de agosto, en la furgoneta que le trasladaba a su propio altar, en la cima del Puerto el Pico, fue obligado a beber gasolina, antes de dejarle caer para romperse la pierna izquierda, desnudarle y azotarle, y vejar con refinados tormentos su condición sacerdotal. Pero su voluntad estaba unida a la de Cristo, y sólo a Él había prometido fidelidad eterna. Nada le hizo renunciar. Tras más de tres horas de martirio por odio a la fe, arrojado, de nuevo, desde aquella furgoneta, cayó herido de muerte sobre unas piedras donde fue rematado a balazos.


Agustín Bermejo Miranda nació en Puerto Castilla el 10 de abril de 1904, hijo de Adolfo y Eulogia. Su inteligencia y sencillez habían conquistado ya el cariño de sus paisanos, junto a los que volvía cada verano al terminar el curso. El día 18 de diciembre de 1926, fue ordenado sacerdote y destinado a Horcajo de la Ribera, y luego a El Mirón, San Juan de la Nava, Arévalo, Parrillas, Bohoyo y finalmente a El Hoyo de Pinares, cuyo nombramiento está firmado el 27 de abril de 1935. Los tiempos no eran fáciles en El Hoyo, donde muchos movimientos revolucionarios hacían llegar sus consignas desde Madrid. El celo pastoral de don Agustín tuvo que entreverarse profundamente con la prudencia, la abnegación y la siembra generosa de la paz. Pero la hora de su ofrenda sacerdotal estaba ya fijada y tuvo ocasión de firmar, con su sangre, la entrega que había hecho desde la primera hora. El 28 de agosto, después de permanecer semanas encerrado en su casa, fue trasladado hasta el pantano del Burguillo, en El Barraco, donde fue fusilado en medio de un grito de amor. “No hubo manera de que blasfemara –dijeron aquellos días. Sólo gritaba: `viva Cristo Rey´.”

José García Librán nació en Herreruela de Oropesa, Toledo, el 18 de agosto de 1909, hijo de Florentino y Gregoria. El 23 de septiembre de 1933, fue ordenado sacerdote y enviado a Magazos y Palacios Rubios, y luego a Gavilanes, donde permaneció desde el 20 de marzo de 1935 hasta el día de su muerte. Él mismo había dicho que, en aquellas terribles circunstancias, España tendría ocasión de renovar y afianzar su fe y fortaleza cristianas, regadas, si fuera necesario, con víctimas sacerdotales. Don José, que acababa de cumplir 27 años, tuvo aquella ocasión, que compartió con su hermano Serafín. Los dos perecieron entre terribles torturas, con puñaladas en los brazos y en las piernas, después de haber sido arrastrados entre las piedras, camino de Pedro Bernardo. No hubo otro motivo para esta ofrenda que su bien trabada condición sacerdotal.

Juan Mesonero Huerta nació en Rágama, Salamanca, el 12 de septiembre de 1913. Era
hijo de Vicente y Ceferina, que formaban un hogar sencillo pero intensamente cristiano. El 6 de junio de 1936, fue ordenado sacerdote, con veintidós años, y enviado a la parroquia de El Hornillo, donde llegó el 11 de julio de 1936. Desde el día 18 de julio, apenas le dejaron rezar el rosario, casi a escondidas, en la casa de doña Dominica Familiar, su casera; pero su fama llegó mucho más allá: su santidad de vida, su sencillez de costumbres, su amabilidad, casi angelical, no podían pasar inadvertidas. Las provocaciones fueron continuas; pero él estaba convencido del destino que Dios le había marcado. El día de la Asunción de Nuestra Señora, ya anochecido, recibió la palma del martirio en el camino de Arenas a Poyales del Hoyo, después de perdonar a sus captores y de pedir a Dios por ellos, por quienes entregaba, dijeron los testigos, esta suprema ofrenda de vida sacerdotal.

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